viernes, 29 de enero de 2010

No me gustan los perros ni los gatos,un relato de la vida real.


Autor: Ramiro Sánchez Navarro.

Cuando César decidió alquilarme una pieza de su casa ,en la segunda planta, solamente encontré dos perros grandes, macho y hembra; cuyos nombres eran Satanás y La Negra. En cambio, los gatos brillaban por su ausencia.
César es un joven trigueño, más alto que mediano, de unos 37 años de edad, que se gana la vida vendiendo comida en el mercado de abastos de su distrito, donde conduce un pequeño restaurante, alquilado; cuyo local pertenece a la cooperativa que allí se ha formado. No recuerdo exactamente cuándo lo conocí. Desde mediados de 1999 comencé a frecuentar ese lugar, adonde iba en busca de un desayuno o de un almuerzo, y así buscando donde saciar mi hambre, llegué por su restaurante.
Como César es una persona conversadora, me contó, por el mes de noviembre del 2005, que en su casa criaba perros. Y que su perra había parido cuatro cachorritos, que los quería regalar. A propósito, me preguntó:
-¿por si acaso no quiere que le regale un perrito?. Aunque a mi siempre me han gustado los animales, sobre todo los perritos y los gatitos, afronto el problema de que viviendo, como vivo en Lima, en un cuarto alquilado, no dispongo de espacio para criarlos. Por eso, le respondí: “me gustaría de verdad ese perrito, pero no tengo dónde criarlo. A los dueños de casa casi siempre no les gustan los perros ni los gatos”. Seis meses atrás, Sandra, la joven que vende comida por el centro de Lima, donde algunas veces voy a comer, me regaló un perrito chusco, diciéndome:
- Por favor, señor Jacinto, llévese este perrito; aprovechando que mi hijo no está. La municipalidad no quiere que tengamos perros ni gatos, yo tampoco quiero porque se mean y se orinan. No tengo dónde tenerlos, además yo vendo comida....
- Pero Sandra- le repliqué .
- Cómo es que si no te gustan lo perritos y los gatitos, lo tienes a este perrito en tu poder.
- Ay señor Jacinto, a mi hijo Oscar un señor ,que estaba sentado al borde del camino, se lo ha regalado, allá en Canto Grande. A este Oscar le gusta mucho los perros y los gatos chiquitos, pero yo no tengo dónde tenerlos. Por favor, lléveselo ahorita mismo, antes que venga mi hijo.
El perrito estaba de días de nacido, y cuando caminaba parecía que ya se iba a desarmar, porque sus ancas se abrían y temblaban sus patitas. Como era pequeñito lo cogí y lo metí bajo mi casaca, que llevaba puesta; y me despedí de ella agradeciéndole el obsequio. Al llegar a mi cuarto, le preparé su camita y todos los días me encargaba de alimentarlo y asearlo. Menudo problema para mí.
Algunas veces el pequeño canino salía puerta afuera y se paseaba por el pasadizo, y de paso se orinaba y se meaba, lo que ocasionaba la protesta de mis vecinos, inquilinos como yo, que en vez de hacerme el reclamo a mi personalmente, se iban a quejarse a la hija de la dueña, que vivía con su marido en el segundo piso y de allí subía hasta el tercero, donde yo vivía, a sermonearme.
- señor, me decía colérica, quiero que me desaparezca ese perro. Aquí no lo queremos. Desde entonces lo sacaba a pasearlo por el parque. Cuando salía a trabajar, los hijos de los inquilinos, unos chiquillos traviesos, se daban maña para sacarlo, empujando la puerta de triplay.
Como sabían la hora de mi llegada, volvían a empujar la parte inferior de la puerta y por la abertura que se formaba metían al perrito. Pero este juego no iba a durar mucho, porque la última vez lo encontré en la habitación todo aporreado, con evidentes signos de haber sido pateado, maltratado. No podía pararse y para moverse de un sitio a otro lo hacía arrastrándose de panza penosamente o rodando. Se le veía con el semblante triste y a diferencia de otras veces, ya no salía del cajoncito, que le servía de cama. Ahí murió.
En la casa de César la realidad era totalmente diferente, pues a su familia les gustaba los perros ,que por lo visto eran un problema para él, porque como carecían de perrera, permanecían día y noche en el patio y en el último peldaño de la escalinata de cemento, que empalmaba con el corredor y, por donde había que pasar al cuarto. Advertí que no les había caído en simpatía por lo que me ladraban a menudo y desde el corredor, bajaban las gradas hacia el patio, donde cotidianamente se orinaban y defecaban. La orina de los perros formaban pequeños charcos, muy cerca de la habitación de César, cuyo hedor, con el calor del verano, se tornaban insoportables.
Estaba terriblemente mortificado. No sabía qué hacer, porque si se aventuraba a propinarles unos cuantos palos, como señal de su enojo y desacuerdo, ahí estaba lista su madrastra para encararlo y salir en defensa de sus canes. Aunque la casa era una sola, ésta quedaba dividida por el patio interno. La sala de estar colindaba con la calle y el patio interno, y éste a su vez servía de límite a una segunda construcción, de dos pisos.
Sobre la primera planta, donde se hallaba la espaciosa sala, se alzaban dos pisos más; eran ocupados por su papá, su madrastra, una pareja de medios hermanos, así como la entenada de su progenitor e hija mayor de su mamá política, fruto de un primer compromiso.
Pasando el patio, hacia el fondo, se levantaba otra construcción. En el primer piso, hacia la derecha está el baño y dos piezas y otras dos más en la segunda planta.
A su familia prácticamente no les afectaba, las evacuaciones de los perros, por vivir alejadas de ellos, en la segunda y tercera plantas y porque cuando salían a la calle, o entraban a su domicilio, lo hacían por la puerta de un pasadizo, que les daba acceso directo y evitaba a los canes. Esto no era el caso de César y mío, pues debíamos salir o ingresar por la puerta de la sala; por donde siempre estaban los odiosos mastines.
Pese a que ya llevaba un par de meses radicando en esta casa, los perros guardianes no cesaban de ladrarme a más no poder. Comprendí que no les había caído nada simpático y estas escenas cotidianas me trajeron a la memoria la odiosidad que yo había despertado en una perrita de castilla, cuando me tocó vivir anteriormente en otra casa, donde por las noches no podía salir al baño a miccionar, porque el enfurecido animalito me ladraba a rabiar. Estaba siempre pendiente de mí, que ni en mi cama me dejaba en paz, pues mientras permanecía acostado en ella, no podía darme una vuelta, cambiar de posición, porque allí estaba la perrita para ladrarme. En la casa de César, La Negra se mostraba muy empeñosa en complicarme la vida, que se daba el lujo de subir al segundo piso, empujando con el pecho la tranca de madera.
En la puerta misma del cuarto, que ocupaba, se paraba largo rato y se ponía a ladrarme en forma incesante; mostrándome sus agudos colmillos y sus ojos inyectados de odio y de malignidad. De tanto ladrarme se cansaba y retornaba al corredor a juntarse con Satanás.
Para César no habían pasado desapercibidas estas escenas cotidianas. Una tarde, cuando me encontraba a solas con él ,en su restaurante, me preguntó lleno de inquietud:
- y... señor Jacinto, ¿a usted no le molestan mis perros?
- No me molestan para nada. Me parece que cumplen muy bien su labor de guardianes de tu casa.- Le contesté fingiéndole que estaba a gusto con ellos.
- A mi, en cambio, no me gustan para nada y francamente los quisiera matar, porque todos los días se orinan y se mean en mi patio y encima que mi familia ya no se molesta en bajar a darles de comer, sino que desde arriba, por la ventana, les arrojan comida al patio como trozos de carne, cabezas de pescado. La verdad que ya no me da ganas de ir a dormir allá, en mi cuarto. Me incomoda mucho la pestilencia.
- Con razón cada noche que llego a tu casa, tu cuarto siempre está con candado y en tinieblas.
- Yo, a veces llego a mi habitación pasada la media noche. Mi papá ya se ha dado cuenta y me ha preguntado que porqué no llego temprano a la casa, yo no le he querido decir la verdad.
- Pero debes reclamarle a tu madrastra ¿porqué le tienes miedo?.
- A mi no me gusta pelear con mi familia.
- Pero César, un reclamo no necesariamente significa que te vas a pelear con ella. Háblale con maneras y estoy seguro que ella te va a comprender.
- No lo veo posible. Mejor hablo con mi papá.
- Bueno has lo mejor que a ti te parezca.
Al parecer César no llegó a tratar el asunto con su papá. Advertí que se mostraba cauteloso para evitar algún tipo de rozamiento o confrontación con su madrastra. Otra tarde que fui por su negocio, y cuando estábamos a solas, le pregunté a boca de jarro:
- Ya no veo a tu perro Satanás. ¿qué ha pasado con él? Tampoco he visto los perritos, de los que me has hablado en otras ocasiones, pero que no me los has mostrado.
- Los perritos, dos los han regalado y los otros dos se han muerto.
- No creo que se hayan muerto de muerte natural. Alguien los habrá matado.
- En el cuarto de mi hermana aparecieron muertos, por equivocación comieron la comida para las ratas y lo mismo le ha pasado a Satanás.
Yo he tenido que sacarlos a la calle para que el camión de la basura se los lleve.
No cabía duda que tras esas muertes “misteriosas” estaba su mano vengadora. Seguramente creyó que esa era la forma más apropiada para deshacerse de los perros, que tantas molestias e incomodidades le causaban.
Siendo un tipo inteligente, que sabe hilar muy fino, busca la solución a los problemas, evitando el choque frontal con su madrastra, argumentando que siempre vivirán juntos, aunque revueltos. No obstante su empeño por despachar al otro mundo a todos los perros, en su casa quedaba aún La Negra, que hacía honor a su pelaje; la que seguía formando pequeñas lagunas de orina en el patio, y que él debía eludirlos, dando un gran rodeo para salir o ingresar de su dormitorio. Creyó que darle veneno a ella, que también “perfumaba” su sala con sus orines, era levantar demasiadas sospechas sobre su autoría. Entonces, buscó hacer causa común con sus dos inquilinos, especialmente conmigo. Exagerando la nota le contó a su papá que la perra había resultado una gran incomodidad para mí, y que su “primita” Esperanza estaba harta, hasta la coronilla de limpiar todas las mañanas sus cochinadas, que ella era una inquilina más y que no estaba obligada...
El argumento de César caló en el ánimo de su padre, que sin duda alguna conversó con su esposa para desaparecerla. Lo cierto es que cuando una noche retorné a su casa, me extrañó no escuchar sus acostumbrados ladridos.
La morada de César había quedado en un silencio desconcertante. ¡Qué duda cabía!
- Ahora que ya no tienes perros en tu casa, debes por lo menos tener gatitos.
- A mi no me gustan los perros ni los gatos. Yo los detesto porque se mean, se orinan. Mejor vivo sin animales. Así estoy tranquilo.
- En cambio, a mi si me gustan los animales. Me gustan los perritos y los gatitos, lástima nomás que no tenga dónde tenerlos, porque requieren de espacio.-Le argumenté recordando que a pesar de todo tuve un par de gatitos, un mostaza y un negrito, angoritas, muy juguetones, que solían subirse a mis hombros trepando por sobre mi pantalón y mi camisa. Después que se murió mi perrito, volví por el restaurante de Sandra. Encontré allí al gatito color mostaza, muy noblecito, que se dejaba coger por los muchachos, y al que llamé Palomo.
Como si fuera una pelota lo pasaban de mano en mano; en tanto que, el otro gatito al que puse el nombre de “Jojo” y cariñosamente “Jojito” no se dejaba coger y se hallaba oculto bajo un cajón de madera.
Sandra me contó que una señora los había dejado en la calle, y que eran tres, pero que uno ya lo había llevado otra señora; quedaban solamente dos, que ella los había recogido, porque le daba pena que lo maltrataran, aunque no lo podía evitar del todo, porque los muchachos eran demasiado traviesos.
- Señor, llévese también esos gatitos y aunque mi hijo Oscar los quiere mucho, no tengo espacio para tenerlos y además la municipalidad nos ha prohibido y no quisiera que me multaran.
Yo tampoco tenía donde tenerlos, pero por hacerle el favor y distraerme con ellos, acepté el regalo.
En una pequeña caja de cartón los metí y aseguré la misma amarrándola de tal manera que pudiera llevarla colgando de la mano.
Pasaba los días muy contento con el par de felinos. Cuando me pasé a vivir a la casa de César los llevé conmigo, pero me fue imposible seguir teniéndolos en mi compañía, pues debía ausentarme por varios días por razones de trabajo y no encontré manera alguna de retenerlos, ya que mis vecinos de la anterior casa, y de la nueva, no querían saber nada de ellos. Varios días anduve buscándoles un hogar, donde les dieran buen trato y comida, pero no fue posible. Los días pasaban rápido y yo debía ya viajar. En esas circunstancias no me quedó otra alternativa que regalar mi par de gatos a mi amigo Moisés, un señor septuagenario, más conocido como Moshe, que se gana la vida vendiendo periódicos y revistas en su puesto y es dueño de una casa en el distrito de Zárate a donde fue a dar mi gatito. De buena gana me recibió primero el gatito negro, y al día siguiente ,después de constatar la buena disposición para aceptar los obsequios, le llevé el mostaza, éste último lo hizo quedar en su kiosco; se hizo querer mucho de la gente, que se detenía ahí a comprar o leer los titulares de los rotativos.
Me había quedado sin los gatitos. En mi nueva residencia, de cuando en cuando, nos visitaban los gatos techeros, que armaban verdaderas peleas sobre los techos de las viviendas y lanzaban agudos maullidos, que causaban temor y alarmaban al vecindario.
Cuando nada hacía presagiar el arribo de los felinos, de pronto llegó uno, que muy cerca al cuarto, que ocupo, chillaba. Sin duda, el gatito, de colorado pelaje y manchas blancas se sentía solo y estaba desconcertado en su nueva morada.
Salí en su búsqueda y lo encontré en la ventana del cuarto contiguo donde el dueño de casa guarda sus muebles y todo tipo de cachivaches y baratijas. Apenas me vio, el gatito se vino hacia mí, dejándose coger y acariciar. César me contó que su papá lo había traído, aunque no supo decirme de dónde. Una vez más me mostró su desacuerdo de tener gatos en su casa.
Advertí que a su familia poco le llamaba a atención la presencia del gato. Recordando a mi par de gatitos y viendo que existían ratones en la habitación traté de que el nuevo felino se convirtiera en mi acompañante.
Algunas veces me sentaba en el sillón y le rascaba la pancita o le pasaba la palma de la mano por el cuello y el lomo en señal de cariño. Entonces empezaba a ronronear de puro contento, bastó una semana para dar buena cuenta de la comida de mis gatos. Mi nuevo huésped acabó con 5 kilos de “Ricogato”.Resultó ser un bandidito.
De pronto, se ganó las simpatías de la familia de la casa, quienes se encargaban de darle de comer y le habían preparado su guarida en el patio, bajo las escalinatas de cemento. Entonces, dejó de visitarme y cuando me veía, escapaba, corriendo y se metía a la sala, donde se ocultaba bajo los sillones.
Una mañana en que salía a trabajar, vi al gato en el pasadizo de sobre la escalinata. Apenas me vio huyó hacia la sala.
Abajo, en el patio, cerca la puerta de la sala, estaban María, la media hermana de César, por el lado paterno, acompañada de otra joven. Al oír mi comentario, desfavorable sobre su gato, de que huía de mí, me espetó furiosa:
- Usted qué le hace tanto a mi gato. ¿Usted porqué cierra la puerta?.
Su pregunta me sorprendió, y me desconcertó a la vez, sobre todo por el tono virulento y confrontacional. Me quedé pensando un momento en la respuesta que debía darle. De verdad, la actitud de esta joven me estaba sacando de las casillas, pero pensando en que si le respondía en igual forma, degeneraría en un pleito, que no quería, solamente me limité a decirle “a tu gato no le pasa nada malo”.
Salí a la calle, de verdad indignado, sobre todo porque anteriormente no había intercambiado palabras con esta jovencita, que se estaba preparando en una academia para postular a la universidad. De buenas a primeras se había decidido a declararme la guerra. Me afectó su absoluta falta de consideración a mi persona. Me fui donde su hermano César y le conté del incidente. “Mi hermana como se cree dueña de la casa y a usted lo ve como un pobre paria es que le da ese trato. Pero ha hecho bien en haberme dicho. Yo hablaré con ella, y cuando surja algún problema entre usted y ella, le pediré que hable primero conmigo y usted hará igual, yo seré el mediador y así se evitará problemas”. Estaba igualmente disgustado con el gato, al que consideraba la manzana de la discordia, por eso le dije:
- Mejor sería que lo regalaras o le dieras veneno.
- No puedo hacer ni lo uno ni lo otro. Ya me acostumbré a él, que siempre se mete a mi cuarto y se sube a mi cama.
- ¿Pero no decías que no te gustaban?
- Si, pues, pero ¿qué puedo hacer? Es un animalito que tiene derecho a vivir.
- Bueno, entonces ya no te digo nada sobre este asunto.- esta conversación tuvo lugar en su restaurante, en las primeras horas de la noche, pero a eso de las 9 y 30, me tocó la puerta del cuarto. Algunas veces suele visitarme, especialmente en las noches y nos ponemos a conversar de todo un poco. Apenas se acomodó en mi sillón, oímos los maullidos del gato. Chillaba con gran insistencia, como un niño que tiene hambre o que no goza de la compañía de su madre.
- Al gato lo encontré afuera, en la calle ,lo he metido – me dijo con toda naturalidad. A mi, particularmente, me causaban extrañeza sus maullidos. Por momentos pensaba que se trataba de otro gato.
Pero terminaba cediendo ante la idea de que César lo habría castigado, quizás, ocasionándole una herida, una contusión, a consecuencia de los golpes que pudo propinarle.
A la mañana siguiente salí de dudas. Se trataba de otro ejemplar, tan colorado y moteado de blanco como el que su papá había traído a su domicilio. Ahora, caminaban juntos y al menor ruido se metían en su guarida o se escondían bajo los sillones de la sala; mas, al tercer día, los gatos se habían esfumado.
Haciendo un paréntesis, César en nuestra conversación, estando yo una vez más en su restaurante, me preguntó repentinamente sobre los felinos, diciéndome:
- ¿Qué sabe de los gatos?, ¡ya no los veo!
- No sé nada, pero me imagino que deben estar escondidos en tu sala o en la madriguera.
- Me parece muy extraño que no estén.- De pronto apareció el que había encontrado en la calle. Noté que la preocupación por el otro gato era muy manifiesto, aunque su familia no me decía nada sobre su repentina desaparición, sin embargo, me daba cuenta de que me vigilaban, sobre todo cuando salía a la calle o cuando ingresaba a la pieza alquilada.
- La verdad no sé nada de tu gato. No tengo nada que ver con que se te haya perdido. Ya te dije que ya no me gustan, porque se suben al techo, pelean, se orinan o se mean. Pero, aunque no me gustan, no puedo hacer nada contra ellos; porque no son míos y porque darle veneno o torcerles el cuello me traerían problemas. Tu familia no me vería con buenos ojos, que yo me tome esas atribuciones. Además, no se dejan agarrar, apenas me ven huyen, pero suponiendo que se dejaran coger, tampoco podría acabar con ellos, porque tendría problemas con tu familia.
- Pero yo he visto a uno de los gatos sobre la pared de su corredor, que da a su puerta.
- Seguramente allí estará, pero ya te dije que no tengo nada que ver con que uno de ellos haya desaparecido.
La verdad que me preocupaba la desaparición del gato y las sospechas que había surgido sobre mi; por eso, cuando llegué a eso del mediodía a su restaurante, le manifesté mi inquietud. Estaba parado en la puerta que da al interior del mercado; me dijo con visos de mucha preocupación.
- Señor Jacinto, dígame a mi la verdad. Si lo ha matado, cuéntemelo, confíe en mí.- por lo visto, no creía en mis palabras, en mi inocencia.
Aunque fingía creerme, en el fondo persistía la duda y la sospecha. Así pasaron algunos días sin que supiera el paradero del gato. Una mañana en que fui a desayunar en su restaurante, César me informó:
- Esta mañana he visto el otro gato. Ahora estoy convencido que ese gato es techero.- al fin me sentí tranquilizado. Pero el gato volvió a desaparecer. Extrañamente ya no ha vuelto a preguntarme. Ahora guarda un discreto silencio. Por boca de él mismo y a insistencias mías me enteré que su familia lo tiene a buen recaudo. De pura casualidad, escuché la conversación de su hermana al referirle a su mamá y a su hermana mayor sobre la desaparición del otro gato. La joven, muy locuaz, hablaba con mucho interés de la forma como el gato se había escapado a la calle. Decía: “yo abrí la puerta y el gato corriendo se escapó a la calle”. Desde entonces el gato no había retornado a la casa. Pasó una semana y al fin apareció para la preocupación de César, porque según su leal saber y entender, las ronchas que aparecieron en la piel de sus manos y de sus rodillas eran por culpa del gato, que algunas veces dormía en sus sofás, en los que él suele sentarse a meditar, especialmente cuando le afligen problemas económicos. Se ha prometido torcerle el cuello, pero cada vez que lo intenta, el muy bandido y astuto, como si adivinara sus malas y negras intenciones, huye desesperadamente. Los días han ido transcurriendo sin prisa y sin pausa. Y César ,al parecer, se ha quedado con las ganas de matarlo, ya que cuando le asalta ese tipo de ideas, de pronto confiesa que le invade un sentimiento de culpa. Y entonces él desiste en el acto de enviarlo al mundo de los muertos.

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